Un
texto donde se pudiese escuchar el tono de la garganta, la oxidación de las
consonantes, la voluptuosidad de las vocales, toda una estereofonía de la carne
profunda: la articulación del cuerpo, de la lengua, no la del sentido, la del
lenguaje.
ROLAND
BARTHES.
Debo
comenzar diciendo, que Arcadia es un
libro de poesía, una ciudad poética inventada detrás del cristal de una
ventana, cuyo tejido amoroso, erótico, a través
del recorrido de la nostalgia, se derrama a lo largo de los poemas
escritos por la poeta María Baranda. Derrama en esa única posibilidad —me
atrevería a decir en estos tiempos y en los de siempre— de ser en el mundo, donde se contenta, se da euforia, se goza,
desacontenta; donde se nos permite a los lectores dar un sentido real a
nuestras vidas, comunicándonos con lo desconocido y lo conocido: el ser; donde
se nos permite vivir por caminos polifónicos. Porque para inventar esta
posibilidad amorosa, la voz poética de este libro se encarna en lo que para mí,
como lector, tiene el valor de haberlo leído: ser texto. Esto, sin duda, tiene
mucho de relevante el haberlo leído.
¿A
quién, en algún momento de su vida, el recuerdo (que puede ser el de la
infancia, el de un amor inventado o real) no es vislumbrado atrás del cristal
de la ventana de una habitación, tren, automóvil o avión?
En este sentido, vale pues, habitar esta
ciudad que ofrece movernos por los distintos senderos. La ciudad más antigua de
la poesía, convertida en texto, en cuerpo, Arcadia;
ciudad renovada, distinta a la Arcadia
de Virgilio, de Tibulo o de Próspero, aunque tal vez, influenciada por el amor
y la magia de éstos. La ciudad poética que nos permite transitar por sus calles
convertidas, a veces en infierno, otras en paraíso; ciudad y su cartografía
amorosa trazada en el cuerpo del texto inventado a través de la escritura.
Un
poemario extenso de largo aliento, estructurado en menos de sesenta poemas,
donde se modela el corpus poético de Baranda de lo que no fue, nunca estuvo;
pero que como lector de esta ciudad, si existió, existe y existirá como una
posibilidad maravillosa de vida.
Pero
leamos algunos trazos cartográficos de esta ciudad poética:
Todo
lo que yo fui queda enlazado en el vidrio, en la parte de luz y coto, el exacto
fluir del instante inaudito e insólito que transita en las moléculas de
cristal. Y desde ahí mi mano y sus indicios de ser, de criatura única de mí o
más allá de mí como una frase construida en el silencio, mi mano que palpa lo que
resiste, lo que se estampa y trasmina, lo que permite decir: estoy aquí y desde
aquí te amo una vez y otra como la ínfima exhumación de la ola. Palpa, también,
lo que se ajusta a la llegada, al umbral donde se extienden eléctricas las
letras, el decir en la lengua, en la calle de antes, en el tiempo de ahora.
Todo
suscrito a los nuevos intersticios de la piel, a las frases incorporadas en el
cuello o los tobillos, a los pedazos de página caídos de mis labios abiertos a
la sed, la lengua que transpira golosa y
sucesiva en las secas vetas del cristal. Mi lengua de mí que cae y se derrama,
se oculta y sostiene jugosa la sutura del alba, mi lengua de pez en el cielo
del cuerpo desdoblada, mi lengua incontrolable y seducida, ventral en el
silencio, en el “un-dos-tres por mí” y el escondite de espanto, el no querer
ver ni decir, ni siquiera escuchar lugares poblados de esfínteres y sonidos, de
tibios cuerpos recordados en el límite de otros pensamientos, otras
figuraciones caídas en otros espejos. Toda mi lengua sobreviviente y causal, moridora y falaz en la zona que
incendia, en la parte que abraza abundante y rotunda ¿la ves? Es la mancha y el
polvo, el azogue y el grano, la fruición y el vestigio, el simulacro de quién
en las afueras de nada, en el principio de nadie, en el temblor inabordable de
alguien.
Ploc-ploc-ploc.
Llega el anuncio: una ciudad es una boca abierta, filamento que sutura el verbo
adentro de los cuerpos. Todo penetra. Desde la claridad de un tiempo ido como
si fuera una función simple y acertada, una membrana para sobrevivir en el
hueco, un dibujo en los poros, un ir hacia la sombra para gritar: abrázame en sólo un punto, bésame para poder hablar desde el papel
como si fueran los genitales del olvido, los pies de nuevas cartografías, los ojos
seducidos en la tinta y sus senderos evocados por la letra. Fui texto.
Soy
texto y muero en las orejas del silencio entre las uñas de un renglón apócrifo,
un renglón insólito, un vaso para beber el tiempo, ese tiempo escrito desde
antes en una distancia que no existe, que no está, pero que hizo de mí lo que
hubo. Volver. Volver a decirlo todo. Volver a escribir desde la grieta. Volver
atrás multiplicándome, extendiéndome por calles y bulevares, por hojas que
invento en la madreselva, en la madreperla de mí ser y su mar que se lee desde
mí descuartizadamente, renovadoramente, en lo que no está y no fue, jamás
estuvo: Arcadia.
ARCADIA
México,
Monte Carmelo, 2009, 47pp.
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