lunes, 13 de julio de 2015

Elogio del ingeniero

La ingeniería, genio y figura de su  creatividad.

IV.



Todo comenzó por el gusto en las matemáticas, las operaciones básicas con que empezamos a esbozar, estructuralmente, nuestra visión de la realidad. Claro, cuando uno es un chico imberbe no se es consciente de ello; porque a esa edad todo es juego, divertimento y magia con los números; entrenamiento lúdico y mental; agilidad y destreza, que ha sido la clave de mi formación de pensamiento basado en la síntesis, la concreción. Para mí, el juego de mesa era resolver el misterio de las cuatro operaciones, en lo menos posible de tiempo. Ciertamente la geometría plana no fue lo mío. De la secundaria, sólo recuerdo mi aprendizaje euclidiano, basado en líneas y curvas trazadas por la maestra sobre la pizarra con sus escuadras, regla y compás, que no le veía ningún sentido, como sí la aritmética. Ni modo, eso repercutiría más tarde, cuando el nivel de juego de las matemáticas fuera más abstracto.
Con el álgebra y la trigonometría, un poco habilidoso, y con la ciencia natural física, nada ducho. Aunque luego le tomé gusto a tal grado que me llamó la atención la magia del electromagnetismo y por lo tanto mi decisión de estudiar más tarde, ingeniería electricista en la universidad. Por cierto, de esto cuento y metamorfoseo en un texto inédito de ficción (que va por su cuarta versión y no hay para cuando terminar), que lleva por título, si no mal recuerdo, “Más allá del malecón, otra ciudad”, en la voz de Monteverde, uno de los personajes de esta historia:

Monteverde estudió en la secundaria, donde muy temprano tomó la decisión de estudiar ingeniería. Yo creo que fue aquella lectura sobre los fenómenos electromagnéticos y su magia alrededor de ellos, que le hizo tomar tal inclinación. Más tarde se fue involucrando con el lenguaje abstracto de las matemáticas, que por cierto, su lectura y  manejo era demasiado fácil para él; nada del otro mundo, como a la mayoría de sus compañeros de estudios que siempre se estrellaban contra la pared, cuando se trataba de resolver algún problema de álgebra o trigonometría. No, para él las matemáticas eran más bien un juego que en mucho le divertían. Era como ir armando las piezas del misterio de los números o los enigmas del ocio.
Así, pues, entre fenómenos físicos y el juego lúdico de los números, nació el germen de estudiar ingeniería.
Allí mismo, entre libros de física y matemáticas se fue forjando la imagen del ingeniero; como la de estar detrás de un gran escritorio de madera de caoba, donde se extendían un sinnúmero de hojas de todos los tamaños, las mejores plumas que podía portar un profesionista, y una calculadora científica, que además de realizar cálculos especiales, graficaba los resultados de éstos; la vestimenta —que no era de cualquier ingeniero— formal de un casimir oscuro, camisa blanca manga larga, con mancuernillas de oro y, sobre la camisa, una elegante corbata con tintes color rojo. La imagen del ingeniero y el investigador, diseñando, construyendo y resolviendo los misterios del universo sobre el escritorio. El modelo de ingenio que anhela todo estudiante joven.

Y es que en verdad, como les digo en la actualidad a muchos jóvenes estudiantes de ingeniería, en las distintas sesiones de clase que imparto en la universidad: quien cierra los ojos, cuando se les habla de matemáticas y física, no tiene nada que hacer en un aula donde se estudia ingeniería, aunque ella esté presente en casi toda la vida. Y es que la relación con estas dos ciencias debe estar fundada en el gusto y el placer; en la empatía por el lenguaje simbólico y abstracto, que entrena nuestra mente a concretizar el mundo de una manera sintetizada. De una manera poética. Sí, porque la poesía también tiene mucha analogía, por lo menos con la matemática. 

No hay comentarios: